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Admiro muchísimo a mis colegas psicólogos especializados en el trabajo con niños. Lo considero uno de los ejercicios clínicos más extenuantes. Les comparto la escena: los padres -o cuidadores- llegan con el niño a solicitar que el chiquito o la chiquita deje de hacer -o empiece a hacer- lo que ellos decidieron. Algunas veces la primera entrevista -ejercí esa parte de la psicoterapia en mis primeros años como profesional- convertía el consultorio en una especie de taller: «Ahí le dejamos a Allitan. Usted nos avisa cuándo podemos pasar por él. Lo que queremos que le revise es esto y esto y esto. ¿Usted cree que hoy mismo quede todo listo?«. Pero la realidad era otra: lo que necesitaba reparación, en una inmensa mayoría de los casos era su familia. Y al proponerlo, sus buenas intenciones parecían desaparecer… junto con el niño, al que dejaban de llevar. Bien plantea el médico español Enric Corbera: «los niños denuncian los desequilibrios de su casa» (la cita no es textual).
Se podría decir que profesionalmente me moví hacia una zona de confort: el trabajo con adultos. A ellos puedo marcarles su responsabilidad en todo aquello que les sucede -o no les sucede-. Una vez aclarado que no creo ni en la suerte, ni en el destino, ni en fuerzas sobrenaturales -sean estas protectoras o castigadoras-, podremos empezar a trabajar. El objetivo: alcanzar la tan ansiada plenitud que todos anhelamos y claramente merecemos, si es que realmente nos comprometemos con nuestra evolución conciencial. Trabajamos con la mente, en sus diferentes manifestaciones: emociones, sentimientos, miedos, fobias, inseguridades, potencialidades, ideas. No. Mi método clínico no será complaciente, pero continúa demostrando ser de ayuda.
No llevo la estadística, pero puedo asegurarles que las anécdotas sobre abusos sexuales son obscenamente frecuentes, a lo largo de los más de 15 años que han transcurrido desde que recibí a mi primer consultante (en ese entonces les llamaba «pacientes»). La pregunta, planteada por el mismo visitante, suele aparecer tarde o temprano: «el que eso haya sucedido en mi infancia, ¿me afectará aún?«. Ahí, para los que se atreven a viajar a su interior, inicia un largo camino con muchas detenciones: la culpa, el enojo, el miedo y si se quedan lo suficiente, la liberación. Pero, hay algo aún más doloroso: muchas fueron perpetradas por sus mismos familiares, en algunos casos incluso de su propia familia nuclear. Sí. Se que usted se encuentra en «shock». A mí todavía me produce la misma reacción escucharlo.
¿Qué le sucede a un padre o madre de familia, luego de escuchar a alguno de sus hijos denunciando que ha venido siendo violentado sexualmente por uno de sus familiares? Se que ustedes pensaron: «luego de salir del dolor y el desconcierto propios de tan desgarradora confesión, se aprestan a denunciar al perpetrador, a la vez que llevan al niño o niña a algún servicio de salud, ya que urge determinar el estado de gravedad de la víctima«. Estoy de acuerdo. Esa parecería ser la vía lógica. Pero la lógica en algunos entornos familiares salió huyendo.
He escuchado decenas de casos en los que su familia, en el «mejor» de los casos lo creyó y aún así decidieron silenciar el abuso, colocando a la víctima en una perenne situación de riesgo y en el peor, cuestionaron la veracidad de la denuncia de sus propios hijos. La negligencia en su máxima expresión. «Chiquilla mentirosa. Su tío la ama. Cállese y va de una vez a disculparse con él». «¿A usted no le hemos enseñado que mentir es pecado? Dios no debe estar muy contento con lo que usted acaba de decir. Queda castigado y el domingo se va a confesar». «Deje de llamar la atención. Usted sabe perfectamente que sus primitos jamás le harían daño. Si a usted la cuidan desde que estaba en la cuna. Que vergüenza tener una hija mentirosa«. Podría seguir. No lo considero necesario.
Si la familia es ese espacio en el que naturalmente sentimos seguridad, amor, respeto, ya podrán imaginarse el devastador efecto qué tendrá en estos niños y niñas el quedar condenados a continuar conviviendo con un grupo de personas que les falló, los traicionó, se volvieron cómplices del perpetrador. Tiene razón alguien que alguna vez dijo: «con los contenidos de los cursos prematrimoniales, es realmente poco lo que se puede esperar de esas familias en potencia» (tampoco es una cita textual). Tantas familias asustadas por la educación sexual a sus hijos… qué ironía… qué cinismo…
Deseo, para terminar, aportar esta nota periodística, en la que encontrarán suficientes razones para, no solo preocuparse, sino poner más atención a las personas que rodean a sus hijos. No se trata de paranoiquearse, sino de actuar a la altura de la responsabilidad que asumimos como padres: «Mal imparable: denuncias por delitos sexuales aumentaron 74% en 13 años«.
Allan Fernández, Psicólogo Clínico / Facebook