Cuando el vacío no se llena con comida

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Ser padre de una niña resulta un ejercicio  de alta complejidad. Deseo que ella nunca pierda el contacto con su esencia femenina -sea lo que sea que eso signifique-, sin que adopte el peligroso rol de pensarse una parte de alguien más. Cuento afortunadamente con el ejemplo de mi esposa, quien posee la maravillosa habilidad de conjuntar una ternura indescriptible y una férrea visión de mundo. Sin embargo, más allá de eso, se que mi pequeña está y estará siendo bombardeada por cientos de estúpidos estereotipos, los cuales, en caso de no ser puestos en contexto, se convertirán en objetivos a alcanzar. Siendo hija de un escéptico y un iconoclasta, le he enseñado a no aceptar nada que no le resulte lógico. Será su capacidad intelectual -y emocional- la que le socorrerá a la hora de deslindar lo apropiado de lo indebido.

Mi profesión me permite recibir cientos de hijas al año (la proporción de hijos es mucho menor). En algunas de ellas, la pregunta respecto a su atractivo suele pedir espacio en múltiples sesiones. ¿Por qué no soy elegida? ¿Por qué terminan engañándome? ¿Por qué continúo sola?. Paradójico resulta el hecho de que un buen número de ellas han alcanzado los cánones de belleza y salud propios de esta época: mujeres activas y conscientes de su alimentación. Sin embargo, sienten carecer de algún «algo» que les impide atrapar LA MIRADA de alguien apto, con quién intentar una relación.

En otra entrega, titulada «la ansiedad o la duda de ser«, les compartí la relación entre la imagen corporal, la ansiedad y el efecto de las redes sociales en estos momentos. Hoy me deseo referir a esa escalofriante propensión en confundir delgadez mórbida con belleza. Es que «la belleza está en el ojo del observador«, pensará alguien. No estoy tan seguro. Yo al menos no concibo la belleza sin salud…

Hace un par de semanas me tropecé con el concepto de «comedor emocional» («emotional eater»), el cual me conmovió tremendamente. Escuché el relato de una señora que me sumió en un estado de profunda tristeza. Ella confesaba cómo su escasa sensación de plenitud la impulsaba a abalanzarse hacia la comida. «Ni siquiera me gusta todo lo que como. Pero tengo que comerlo… todo«. Es como si, al atacar la comida, se termina atacando a sí misma. El comedor emocional -lo propongo con respeto- se autolesiona con comida. Es una agresión dirigida hacia sí mismo.

«Odio mi cuerpo«, he escuchado muchas veces. No podés odiar tu cuerpo. Si odiás tu cuerpo, te odiás. Si te odiás, no te amás. Si no te amás, nadie se atreverá a amarte. Si nadie llega a amarte, te sentirás sola. Si te sentís sola, te recriminarás el estarlo. Si te encontrás culpable, te autodañarás (anorexia, bulimia, compulsión alimentaria, etc.). Somos seres integrales. Tan importante es nuestro cuerpo, como nuestro interior. No puede florecer uno sin el otro. Si el cuerpo no está sano, nuestro mundo interno se enturbia. Si nuestro interior no se encuentra equilibrado, nuestro cuerpo empezará a enfermarse.

Ese vacío no se llena con comida, ni con drogas, ni con «likes», ni con dinero, ni con creencias, ni con pareja. Ese vacío, el cual todos sentimos (lo aceptemos o no), ha estado ahí desde siempre. Gracias a él continuamos deseando. No podemos desear si ya alcanzamos todo lo que requerimos. Maravillosa lección de la filosofía: el deseo es una fuerza y nos permite poner atención a la búsqueda de la conciencia.

Mi función como terapeuta es la de crear un espacio en el que los consultantes utilicen ese vacío a su favor. Los incito a aprender a desear, a no asustarse -ni paralizarse- ante lo que aún no se ha conseguido. Les propongo dejar de autoagredirse (comiendo, eligiendo relaciones tóxicas, trabajando en algo que no les genere pasión, etc.). Aprendemos, ellos, ellas y yo gracias a ellos y ellas, a reconocernos como seres en construcción. Nos desentendemos parcialmente de las miradas de los otros, y tomamos nuestra propia mirada para dirigirla hacia nuestro interior. Reconocemos nuestro valor. Aceptamos nuestra condición humana.

¿Y como padre? Le enseño a mi hija a no sucumbir ante el peso de lo social. La insto a construir una femeneidad que la potencie (utilizando el contundente ejemplo de su madre). Le recuerdo que lo que los demás piensen no es más que una opinión. Intento demostrarle que no existe nada fuera de ella que vaya a agregarle valor a su ser. Le dirijo mi amor para que ella aprenda a auto-generarlo.

Espero que pronto el deseo de plenitud y el equilibrio se conviertan en los criterios estéticos de mayor valía. Es que una persona derrotada, desequilibrada, sin deseos de evolucionar, difícilmente generará atracción, aunque cuente con 0,0% de grasa corporal.

Allan Fernández, Psicólogo Clínico / Facebook / Mi otro blog

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