De demonios y contagios

Tiempo de lectura estimado: 12 minuto(s)

En una ocasión anterior, hace ya un par de años, expliqué por qué me parece tan cómodo y sospechoso agarrar al pobre diablo para disculpar nuestros errores y omisiones. Lo titulé «Sobre la negligencia existencial y demonios afines«. Acuñé el concepto de «negligencia existencial», justo para denunciar esa fea maña de presentarnos como víctimas de fuerzas externas y demoniacas, deseosas, no tengo claro por qué, de hacernos quedar tan mal ante nuestros prójimos.

En la Antigua Grecia vivió (algunos lo dudan) un tipo al que llegaron a llamar el hombre más justo de Atenas: Sócrates. Para él, como para muchos otros pensadores de su época, la Verdad era el único objetivo realmente importante. Su trágico desenlace (aceptar auto-envenenarse antes que suspender su ejercicio de prédica filosófica), lo convierte en el paradigma de todo aquel que prefiere lo correcto a lo cómodo -vivir, en este caso-. De él, lo que sabemos es gracias a Platón, quien probablemente creó historias suyas no necesariamente verídicas, pero sí altamente valiosas en términos de crecimiento y exploración existencial.

«La muerte de Sócrates» (J.-L. David, 1787).

Lo que no todos saben es que se cuenta que Sócrates recibía mensajes provenientes de su interior, de su «daemon». Este término, de origen griego -claro está-, hacía referencia, etimológicamente hablando, a un poder divino, algo del orden de lo espiritual. Según Sócrates, todos poseemos un agente daemónico y este cuenta con la capacidad de subrayar nuestros fallos. Ahora, quizás se esté preguntando usted, ¿cómo pasamos de esa instancia benéfica a la altamente devaluada imagen del ser con cachos y cola puntiaguda?. Pues bien, aparentemente fue una de las primeras traducciones de la biblia hebrea la que cambió el sentido del término, transformándolo en su actual versión oscura y engañosa. El daemon griego se transformó en el demonio de la judeocristiandad, pasando de voz de la conciencia a enemigo cósmico. Nunca como acá aplica eso de que «toda traducción es una traición«.

Dejando de lado la historia del pensamiento filosófico, he reflexionado desde hace un tiempo en el asunto de las posesiones demoniacas, no desde el punto de vista de la demonología (rama de la teología que estudia todo lo relativo a los demonios, su relación con los humanos, sus poderes y roles en el ámbito de la fe, etc.), sino tomándolas metafóricamente. Me refiero al demonio de los celos, al de los miedos, al de las adicciones, al de la ira, al de la envidia, etc.

Todas esas emociones perturbadoras (como las llama el budismo), una vez instaladas en nuestro organismo, empiezan a controlarnos, a impulsarnos a actuar y a decir eso que, en momentos de ecuanimidad, no haríamos ni diríamos. Lo interesante de esto (ya me dirán qué opinan ustedes), es que no sólo nos enferman anímicamente. No. Son poderosos, son demoniacos, según la traducción más moderna. Logran incluso, si continuamos alimentándolos, dañar nuestro cuerpo. Los celos se pueden volver insomnio. La ira se puede volver úlcera. El miedo se puede volver crisis de ansiedad. La envidia se puede volver pasivo-agresividad. Las adicciones se pueden volver muerte.

Todos hemos sido «poseídos» por emociones negativas. Es parte de la condición humana.

Le he dicho a algunas personas que mi consultorio es un salón de exorcismos y no porque crea en el diablo, sino porque continuar siendo controlados por aspectos internos («la sombra», según el decir del psiquiatra suizo Carl G. Jung) se ha vuelto una fuente de malestar constante para muchos. La diferencia entre mi sitio de trabajo y las escenas cinematográficas reside en el hecho de que el exorcista es el consultante mismo. Esa batalla por librar, muchas veces desgastante y hasta productora de cicatrices es, considero, la única vía posible hacia la libertad, el equilibrio, la paz.

Ya tendremos tiempo para desarrollar el concepto de «sombra» en el universo teórico-práctico junguiano. No hay nada diabólico allí. Son simplemente fragmentos de historia, ideas y emociones no integradas. Es de esa disociación que muchas veces se confunden con influencias externas… como el diablo y sus tentaciones. Pero no hay nada qué temer. Recuerden que en nuestro interior se encuentra una fuente de luz y sabiduría. Jung le llamaría el inconsciente colectivo. Sócrates el «daemon». Otros le llaman su guía interno, la Conciencia, etc. No me parece tan importante ponerle un nombre como sí aprender a escucharlo. Aprender a escucharse. Aprender. Experimentar. Conocer. Saber. Acercarse a la Gnosis, a la sabiduría que nos librará de todo sufrimiento.

He aprendido algo más de los «demonios» psíquicos. Se contagian por proximidad. En momentos como estos en que guardar distancia resulta cuestión de vida o muerte, deberíamos también extremar medidas para no ser contagiados por los demonios de otros. Y es que estos esbirros son tremendamente intrusivos: viajan a través de una red social, una serie, una película, una reunión, un artículo, etc.

Ya les explicaré en otra ocasión cómo aprender a inmunizarnos de esos peligrosos seres. Por lo pronto los invito a buscar en su interior. Hagamos un inventario de todos esos infernales rasgos y empecemos a combatirlos.

Allan Fernández, psicoterapeuta y orientador filosófico / Podés seguirme a través de Instagram y/o Facebook.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *