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En algún texto que no logro precisar, Freud plantea la similitud entre la labor del psicoanalista y la del confesor -católico-. Ambos, planteaba el doctor, son visitados por seres afligidos por la culpa. El analista intentará ayudarle a comprender el por qué de sus actos. El interés se centrará en determinar si sus acciones son motivadas por algún deseo inconsciente, el cual lo lleva a cometer aquello que a la postre lo auto-condena. Para el psicoanálisis entonces, alguien que no descubra por qué falla, lo continuará haciendo, a modo de compulsión. La intervención del confesor apunta hacia otro norte: ese que ingresa al confesionario, reconoce su incorrecto proceder y acude a un otro, que por una suerte de intermediación, arrebata el peso de la culpa, a la vez que le solicita alguna penitencia, a modo de cierre de la transacción.
Entre la culpa y el pecado existe un parentesco. Si pecar es fallar (a eso remite la etimología del vocablo), experimentar culpa es concluir que lo cometido se distanció del objetivo deseado. El mismo Freud comparte una valiosa reflexión: el problema con el sentimiento de culpa reside en el hecho de que aunque nadie me descubra, algo en mí sabe que fallé, convirtiéndome en culpable y juez al mismo tiempo. Puesto en modo vernacular: «el que la debe, la teme«.
El pecado, tal como lo conocemos hoy en día, es producto de la cristiandad. Es más, el término mismo ni siquiera es contemporáneo a Jesús -que creo no era muy ducho en latín- y mucho menos a los tiempos que se describen en el Antiguo Testamento. Recuerden bien que el texto sagrado de los judeocristianos, la Biblia, ha sufrido cientos de traducciones, ediciones, trasliteraciones y hasta licencias poéticas. Darle un valor histórico a un texto tan manoseado requiere realmente de fe. Y aceptar que fue escrito por designio divino… requiere de una FE 4 x 4.
¿Y qué se buscaba con la adquisición de tan curiosa palabrilla? Reprimir para luego controlar. Instalen culpa en un ser humano y lo tendrán a su merced. Háganle creer a alguien que sus actos -y sus pensamientos y sus tensiones fisiológicas- lo obligan a pagar por lo que hace, piensa y siente y tarde o temprano contarán con un siervo. Revisen la historia de Martín Lutero si no les suena lo que acabo de denunciar.
Se preguntaba el biólogo Richard Dawkins en algún momento, ¿cuántos de nosotros habríamos llegado de adultos a las mismas creencias que nos instalaron en la niñez? Sería interesante criar de un modo alternativo: tomar un niñito y no mencionarle siquiera las palabras cielo, infierno, pecado, ángeles, milagros y diablos. Lo dejamos crecer libremente, enseñándole, eso sí, la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, pero sin traumarlo con imágenes producto de mentes atribuladas. Vamos a apelar no a una doctrina, sino a la razón y el sentido común. Vamos a invertir ingentes horas explicándole cómo cada acto suyo y cada omisión tendrán una consecuencia. Le vamos a enseñar a respetar las creencias de los otros, siempre y cuando esos otros respeten su visión de mundo. Vamos a tomar las temporadas que sean necesarias para reafirmarle la importancia del amor, la compasión y la empatía, pero sobre todo, le vamos a ayudar a crecer en un entorno en el que el discurso se concilie con los actos. Vamos a recalcar el hecho de que no creer en lo que todos creen no lo vuelve alguien superior, pero tampoco uno inferior. Cuando ese niño pregunte qué sucede en el momento de la muerte, controlaremos nuestra compulsión de compartirle mitos y leyendas. Luego, una vez ese humano haya alcanzado su adultez, le preguntaremos si por sus propios procesos cognitivos siente la necesidad de creer en la lista de oscuras fantasías sobre las que están sostenidas las tres religiones abrahámicas. Estoy dispuesto a apostar un almuerzo si ese humano se tropezó en algún rincón de su psique con el valor de creer en dioses ambivalentes, unos días amorosos, unos días castigadores.
Yo no persigo lo que dicta el psicoanálisis, ni tampoco lo que otorga el confesor. Mi oficio es el de ayudarles a las personas a vivir vidas éticas, en las cuales aprendan a hacerse responsables de sus decisiones. Ya con eso irán desacostumbrándose a reaccionar de modo culpógeno. Es que cuando finalmente entienden que el pasado es incorregible y solo tenemos el presente para hacer las cosas lo mejor que podamos, empiezan a experimentar un efecto emancipador. Este es el único antídoto que conozco contra la culpa, siempre y cuando -discúlpenme la insistencia- entendamos que todo acto -u omisión- genera un efecto.
Y sí, tiene usted razón, lo que describí en el quinto párrafo es el modo en el que estamos criando a nuestra hija. Entonces, ¿apostamos?
Allan Fernández, Psicólogo Clínico / Facebook