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Imagine un objeto al que han expuesto exageradamente al calor. Perderá sus propiedades, su consistencia, su forma incluso. Su valor mismo podría verse disminuido y su vida útil también. Viene a mi mente un refrán de nuestros abuelos relacionado con esto: «ni tanto que queme al santo, ni poco que no lo alumbre«. La referencia es clara (y bastante aristotélica): se debe, siempre, encontrar el justo medio de las cosas.
Sobre el burnout laboral (ya que existen otros, como el emocional, por ejemplo), ya publiqué algo hace unos meses. Ese primer acercamiento, titulado «El trabajo como problema mental: Burnout» , intentaba ser un llamado de atención, quizás incluso una advertencia. Pero obviamente no todo fue dicho. Ese es el problema con las palabras: siempre se quedan cortas y, sin embargo, no podemos prescindir de ellas.
Si el día de ayer realicé una serie de actividades mayor a lo que mi vida cotidiana suele deparar (aún y cuando algunas de estas podrían haber sido agradables), es muy probable que hoy experimente una sensación de cansancio inusual. Incluso, permítanme compartir el ejemplo de viajar (sobre todo al extranjero). Pese a que la experiencia de conocer otros lugares y vivir experiencias diferentes es, de por sí, placentera y, por ende, deseable, quizás haya usted experimentado el cansancio que se activa al volver a su país de origen. Y no es sólo por el tiempo invertido en trámites migratorios o lo poco ergonómicos que podrían ser los asientos de un avión. Es el cansancio de haber vivido muchas cosas en poco tiempo. Bien dicen algunas personas que muchas veces se requiere de vacaciones (extra) para descansar de las vacaciones.
Con el cansancio, sea éste físico y/o mental, una cantidad de descanso suficiente nos permitirá recobrar el estado perdido gracias al esfuerzo efectuado. Piensen -pareciera pertinente- en el significado del término «agotamiento». Cuando algo se agota, es porque eso que estaba allí, ya no está. Agotado es sinónimo de desaparecido, de extinto. Algunos recursos se regeneran, otros simplemente se desvanecen.
Confundir al burnout con un cansancio es pecar de simpleza. Cuando alguien, luego de varias semanas de intenso esfuerzo, sea físico y/o intelectual, empieza a sentir una especie de presencia incómoda interna, un tipo de insatisfacción de todo y de nada, un desconsuelo (como le llamaba mi abuelita materna), un nerviosismo perenne, dicho estado no desaparecerá con un par de días viendo episodios de series en alguna plataforma de streaming. La «solución» al problema será insatisfactoria. El problema persistirá. Esa falsa sensación de descanso se desvanecerá (se agotará, como ya aprendimos) justo al retomar aquel frenético ritmo que nos precipitó al burnout originalmente.
No. El burnout no es cansancio. El burnout es colapso. Es crisis. Es caos. Está lejos de ser una disminución de energía. Es el agotamiento mismo de aquello que requerimos para enfrentarnos al día a día, sus vicisitudes, sus congojas, sus desencuentros. Escuchar a una persona aquejada por un burnout nos enfrenta al discurso de aquel que no logra recordar cuáles eran sus motivaciones iniciales, sus objetivos, sus metas. Un autómata cuyo colapso energético le impide siquiera pensar en soluciones posibles. Piensa que desea descansar. Es que en realidad no piensa con claridad. El deseo de continuar no se recupera con sedentarismo, tramas de poco valor reflexivo y uno o dos combos de comida con escaso valor nutricional. Piénsenlo. Si el burnout se solventara de un modo tan sencillo, todos volverían los lunes con su impulso existencial regenerado. Y la verdad es muy diferente. Sólo debemos prestar atención a las expresiones de tantas personas un lunes por la mañana, atrapados por una sensación de derrotismo que sólo agravará la situación.
Pensar que somos nuestro trabajo, reducir la riqueza de nuestro mundo interno al esfuerzo por sostener un status al que probablemente sólo nosotros le damos atención, poner en riesgo nuestra salud físico/emocional y la de los que nos rodean (nadie quiere lidiar con la oscuridad, la inestabilidad emocional y el desánimo de alguien que pasa 7 de 7 días mal por semana), pensado objetivamente, es un precio obscenamente alto. Ningún vehículo, ningún viaje, ningún par de zapatos vale semejante riesgo. Es que ni siquiera he mencionado algo que estoy seguro que, si lo piensan con frialdad, no es tan difícil de entender: podrían haber desgastes imposibles de regenerar. La sobremedicación, el insomnio, los estados depresivos severos, la impresionantemente acelerada tasa de divorcios, por citar algunos ejemplos, parecieran indicativos de que, una vez más, en búsqueda de algo que nos enseñaron a desear (producto del más vil amaestramiento), vamos a pagar un precio desproporcionadamente alto respecto a los beneficios obtenidos.

Esos 3 días que alguien le suplicó a su médico de cabecera que le justificase como incapacidad por burnout, tendrán un efecto leve -en el mejor de los casos-. Seguimos intentando resolver las cosas con medidas insuficientes. Colocamos una curita encima del punto del que surge la hemorragia de energía vital. Tapamos con alcohol, con drogas, con insulsas distracciones aquello que clama por una verdadera solución. Nos volvemos niños, mentalmente hablando. Fantaseamos con una solución mágica. Esperamos que algún elemento exterior solucione aquello que nos toca atender a nosotros mismos.
Salir a andar en bicicleta está bien. Ir al gimnasio 2 o 3 veces por semana es maravilloso. La clase de yoga de los jueves por la noche sin duda aportará beneficios. Es sólo que estamos perdiendo de vista la magnitud del problema respecto al alcance de las soluciones a nuestra disposición. No somos nuestro trabajo. Nunca fuimos, poco importa si nos complace o enorgullece a lo que nos dedicamos. Cuando el trabajo se vuelve una fuente de malestar extra a todas las que conforman la vida adulta, estamos apostando por nuestra propia destrucción (y, siento recordarlo nuevamente, la de los que nos rodean).
El artículo 56 de la Constitución Política de mi país, documento que data de 1949, aclara que es un derecho el contar con un trabajo honesto y correctamente remunerado. Eso está bien. Pero quizás no hemos observado la cantidad de décadas desde ese momento de fundación. Hoy sabemos muchísimo más de salud de lo que los padres de la patria contemplaban en aquel momento. Cuando el trabajo se vuelve una invitación al dolor, al derrotismo, a la autodestrucción, no necesitamos saber mucho de psicología para reconocer que vamos por el camino incorrecto. Y contra eso no habrá incapacidad médica, cantidad de repeticiones, batidos energizantes, viajes al extranjero, ni visita al restaurante de moda (según Instagram) que valga.

Somos producto de nuestro hábitat, ya que somos seres vivos. Pregunto, para finalizar por hoy -ya que no deseo quitarles mucho tiempo de sus merecidos descansos-: ¿es nuestro trabajo actual (sea éste en una organización o un emprendimiento) un modo de vivir mejor? ¿Estamos permitiendo que nuestra vida se consuma sólo con el vano propósito de consumir objetos que ni siquiera necesitamos?
No somos nuestro trabajo. Somos… y una parte de nuestro tiempo la dedicamos a trabajar. No deberían confundirse estas dos dimensiones. Lo que hago no es lo que soy, aunque otros lo consideren admirable. No somos niños ya, insisto. Lo que los otros opinen de nosotros no debería ser tan importante. Ya no somos niños…
Allan Fernández, Máster en Psicoanálisis / Si querés sostener una consulta individual para profundizar en esto, podés contactarme a través de este enlace. También podes seguirme a través de Facebook, Instagram y/o visitar mi página profesional .
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