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Todo tiene un fin, ¿están de acuerdo? Quiero decir que todo lo que hacemos, todo lo que emprendemos, consciente o inconscientemente, va, se dirige, tiende hacia, persigue un objetivo. Si aceptamos la existencia del inconsciente, no hay forma de hacer algo sólo por hacerlo. Nunca hacemos algo sólo por hacerlo, así como nunca decimos algo sólo por decirlo. Bien plantea un experimentado colega junguiano: «la irrupción del inconsciente hace imposible aceptar el libre albedrío«. Sólo seremos parcialmente libres si aprendemos a conocer los contenidos de nuestro inconsciente. De no ser así, estamos condenados a ser marionetas de los caprichos de nuestra psique.
Anteriormente les planteé que, superado el vendaval del enamoramiento (pueden estar seguros que va a acabar), las relaciones llegan a una especie de meseta psíquica, una suerte de momento de serenidad, al que, apoyados en los trabajos de Montaigne y Comte-Sponville, decidimos llamarle «amistad marital«. Así como nadie querría ser nuestro amigo si contamos con la nada atractiva compulsión a fallar, así en las relaciones resulta más inteligente construir un proyecto con alguien en quien podamos confiar, lo cual en nada elimina la posibilidad de que esa persona, haga o diga algo que nos produzca malestar. Somos humanos, y los humanos fallamos. Los humanos más avanzados también fallan… pero aprenden e intentan no reproducir aquello que causó dolor en otro. Pero fallan. Los humanos fallan. Fallamos. Fallaremos. Homo Sapiens: dícese del animal de la familia de los mamíferos que falla aún sin querer, y a veces… queriendo.
Algunas relaciones acaban justo al finalizar la etapa de enamoramiento, lo cual no es necesariamente motivo para considerar dicho esfuerzo un fracaso. Algunas continúan y alcanzan ese otro estado, el «amistoso» y se mantienen allí. Otras evolucionan. La pregunta que ustedes se hacen en estos momentos es totalmente pertinente: ¿qué se entiende por una pareja que evolucionó del nivel de amistad? ¿Evolucionar hacia qué otro estado?
Siguiendo con las propuestas del pensador francés Andre Comte-Sponville, todo parece indicar que una relación que se estanca en ese modo amistoso podría empezar a decaer (hace siglos escribí algo al respecto y lo titulé «Nos convertimos en roommates«). Podría, léase bien. Basta con que ambos miembros de la pareja consideren que esta especie de «sociedad» es lo que ambos buscan y, estemos de acuerdo o no, puede este arreglo considerarse una pareja exitosa. Todo se reduce a la conciencia y a la claridad. A saber lo que andamos buscando o al menos a confesar lo que no queremos que nos suceda. Miles de parejas en estos momentos parecen «partnerships» y no considero oportuno criticarlas. Si eso es lo que la pareja quiere y puede sostener, pues que lo asuman. Insisto. No me parece justo criticar algo que le funcione a otras personas. Juzgar menos, auto-conocerse más.

Entonces, tenemos una línea de tiempo de dos personas en la que primero aconteció lo hormonal, lo erótico (lo relacionado al dios Eros), luego dicho erotismo se transformó en una especie de amistad («philia», que en realidad, según el idioma griego, debe ser considerado una especie de amor). Eros nos hace amar lo que nos falta. El amor filial nos permite amar lo que ya tenemos. Pero, según Comte, eso filial también puede dar paso a otro tipo de amor. A uno de mayor «calidad».
Comte-Sponville se vale de los textos bíblicos (particularmente los relativos a los evangelios) con el fin de plantear algo sumamente interesante y hasta arriesgado: el amor en el que tanto insistía aquel maestro judío de nombre Jesús, no coincide ni con «eros» ni con «philia». «Amaos los unos a los otros«, no significa «acérquense eróticamente unos a otros» ni tampoco «sean amigos entre todos». No. El término original al que Jesús hacía referencia, si decidimos aceptar la validez de dicha historia, traducido al griego, se conoce como «ágape».
La explicación de este concepto, aplicado al ámbito de las relaciones se puede volver tan extensa como deseemos. Sin embargo, voy a utilizar el modo que utilicé para explicárselo a mi hija. Es una serie de enunciados, que va más o menos así:
- yo, por cuestiones de personalidad, no disfruto en lo absoluto el reprender a nadie
- sin embargo, acepté la responsabilidad de tomarme en serio el ser papá de mi hija
- mi hija, algunas veces no sigue mis instrucciones, por ende
- me obliga a reprenderla (que recordarán no me gusta en lo más mínimo), lo cual me molesta
- lo hago por su bien, aunque a mí no me haga bien (no es en lo que yo quisiera invertir mi energía, si tuviera otro camino).
Conclusión: si yo me amara más a mí que lo que la amo a ella, no la reprendería, ya que odio hacerlo. Pensaría que puedo ahorrarme el reprenderla y dejarla a ella al arbitrio de su suerte. Estaría consiguiendo algo que yo quiero: nunca regañar. Sin embargo, intento ser un papá responsable y, en el caso de mi responsabilidad al reprenderla, termino odiando la situación. Me molesta. Me pone de malas. Pero, al querer ser una versión de papá al menos decente, no me queda más que reprenderla. Hago algo que no quiero hacer, pero que sin embargo considero que debo hacer por ella, por su bien (a mí me haría mucho más bien no reprenderla). Me amo un poco menos, para amarla a ella un poco más.
Este amarse un poco menos para amar un poco más al otro, según Comte-Sponville, es justo lo que los cristianos conocen como «amor al prójimo». Es un amor claramente desinteresado, ya que va incluso en contra de lo que querríamos hacer. Si yo me entregase al lado -egoísta- narcisista que todos llevamos dentro, me ahorro toda regañada (como decimos en nuestro país). Eso me haría inmensamente feliz. Pero yo quiero que ella sea feliz y se que si no entiende el valor de los límites y los compromisos, estaría condenada a fracasar socialmente. Como ven, ser papá tiene su lado oscuro (todo lo tiene, todos lo tenemos).
Sabemos que estamos en presencia de una pareja realmente madura, cuando el egoísmo propio de todo ser humano dio paso al deseo de contribuir al bienestar del otro. Y es que, teologías aparte, si hay alguien a quien podemos considerar un prójimo, es a nuestra pareja, ya que siempre se encuentra cerca de nosotros (prójimo proviene del latín «proximus», el más cercano, muy cercano).
El fin de una pareja, el objetivo (ya que sé que algunos pensaron que escribiría sobre la finalización, sobre el momento final de un vínculo), es lograr transformar el egoísmo en deseo de servicio y compañía. Una vez alcanzado ese nivel, ya nadie lleva las contabilidades de lo que ha dado. Lo hace porque sí. Su motivación es el espectáculo de ver a su pareja bien. Sin sacrificios, sin dramas y, subrayo, sin llevar la cuenta.
En estas épocas en que nos hacen creer que tenemos que estar bien a toda costa, se nos presenta un ejercicio que claramente contradice este nuevo «mantram». O quizás no, ya que cuando nuestra pareja está bien, nos será mas fácil estar bien.
Alcanzar un nivel así toma tiempo, mucho tiempo. También toma actitud, aptitud, madurez y un grado satisfactorio de satisfacción existencial. Toma conciencia. Toma honestidad. Toma confianza. Toma admiración. Toma altas dosis de respeto, por sí mismo y por el otro. Pero es totalmente alcanzable… se los aseguro.
Allan Fernández, Máster en Psicoanálisis / Si querés sostener una consulta individual para profundizar en esto, podés contactarme a través de este enlace. También podes seguirme a través de Facebook, Instagram, y/o visitar mi página profesional.
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