El temor -adulto- a agradar

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La psicología infantil es fascinante. Podríamos decir que observar un niño es estar en presencia de un sistema menos alterado, uno más natural (uno más instintual, más mamífero). Ya luego la educación y la tecnología, aunado a padres de familia más concentrados en distraerse que en poner atención a lo realmente importante, irán instalando toda una serie de «virus» en el sistema. Resultado final: NEUROSIS, sean estos miedos, inseguridades, etc.

Hace unos días celebramos el cumpleaños de nuestra hija. Afortunadamente ya nos vamos mudando de las tremendamente aburridas fiestas de niños. El asunto es que por primera vez la celebración de mi hija se asemejó a una reunión de adolescentes: sin sombreros, sin piñatas, sin dinámicas. ¡¡¡Finalmente!!! Se que luego me voy a arrepentir, cuando ella prefiera ir a celebrar con sus amigas y amigos, sin la compañía de sus papás, pero por el momento estamos bien. En algún momento caí en cuenta de algo: los niños y niñas, aún sin conocerse previamente, interactuaban como si fueran amigos de mucho tiempo atrás. Sonreían, se compartían anécdotas, incluso se daban el lujo de ser físicos entre ellos (se abrazaban, se correteaban). Ese espectáculo me impulsó a escribir esto.

¿Por qué los niños pueden interactuar con alguien que conocieron minutos antes y los adultos, supuestamente más «seguros», más «desarrollados» no lo logran? He aquí mi hipótesis: los niños pueden socializar más fácilmente ya que no les importa lo que sus pares piensen de ellos. Los niños simplemente son. Su naturalidad les ahorra el esfuerzo de predecir cuál debe ser el modo «apropiado». Están lidiando con iguales. No son más ni menos que ellos. Son niños. No es necesario entonces reparar en diplomacias o protocolos. Es una fiesta. El objetivo está claro: disfrutar.

En la consulta se escucha con frecuencia: «yo quisiera ser como esas personas que llegan a un lugar y tienen la confianza para interactuar con los ahí presentes«. Allí aprovecho para intercalar una pregunta: «¿fue usted así alguna vez?«. Si la respuesta es ««, tenemos trabajo terapéutico que llevar a cabo. Si la respuesta es «no«, tenemos mucho más trabajo terapéutico por delante.

La sociedad enferma. Sus ridículos preconceptos, destinados a «ordenar» a los que conformamos el sistema, más que ayudarnos nos descomponen. Ese día, cada niño y cada niña disfrutaron, pasaron un buen momento y luego continuaron con sus vidas. Quizás llevaban alguna expectativa. Quizás no. Un par de horas después, la fiesta quedó reducida a un evento pretérito. Quizás vuelvan a encontrarse a algunos de los niños que conocieron y si no sucediese, tampoco importa demasiado. La memoria infantil es tremendamente sofisticada. Lo que no es importante, se desestima.

Los adultos, intentando anticipar lo que sucede en la mente de los otros, se ufanan en actuar roles que ni siquiera les resultan naturales. Las mujeres intentando alcanzar ideales de belleza e independencia. Los hombres actuando el rol del autosuficiente, el incólume, el que no se inmuta. Ambos terminan identificándose tanto con sus roles -impuestos-, que en algún momento caen en cuenta que ya no recuerdan quiénes son. En el mejor de los casos irán en busca de sí mismos. En el peor, seguirán asistiendo a «castings», a la espera de que algún papel los haga lucir genuinos. Condenados a actuar. He ahí uno de los grandes temores adultos: agradar.

Nos falta honestidad, nos sobran miedos. Aprendamos de los niños: solo SEAMOS. Dejemos de pretender ser quienes no somos. Si dejamos de intentar agradar y simplemente actuamos con naturalidad, nos será más fácil llamar la atención de esas personas que aprecian a las personas que no actúan, las genuinas. Y si no nos gusta lo que somos, pues a evolucionar se ha dicho!!!

 

Allan Fernández

 

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