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Que encontremos sofisticados rituales rindiendo culto a la muerte, en prácticamente toda tradición ancestral, no debería sorprendernos. Para nuestros antepasados, todo aquello que demostrara ser más fuerte que ellos era inmediatamente ascendido al puesto de deidad. Por otro lado, la muerte comparte con los dioses otra característica, a saber, la imposibilidad -nuestra- de comprender sus modos y designios. La muerte y los dioses no se preocupan demasiado por nuestras angustias y sueños. Y, muchas veces, ni siquiera parecen enterarse de aquello que sus seguidores esperan. Sus caminos son misteriosos. Son incognoscibles.
Pensar la muerte como una parte natural de la vida no parece tranquilizarnos demasiado. Observamos -a diario- como todo aquello que está vivo va perdiendo dicha condición con el tiempo y, aún así, seguimos soñando con que alguien encuentre alguna fórmula para escapar a dicho desenlace. Sabernos mortales, reconocer que somos cualquier cosa menos infinitos (la eternidad se nos presenta como una apuesta riesgosa), continúa siendo una fuente perenne de dolor, tal como el doctor Freud lo asegurara allá por 1929, en su clásico «El Malestar en la Cultura». Y en este punto, la ciencia contemporánea se propuso desmentir al creador del psicoanálisis. Por el momento, Freud lleva la delantera en esta competición.
En China los antepasados, aquellos que nos precedieron, son altamente venerados. Sabernos parte de una cadena que se pierde en los tiempos nos tendría que generar tranquilidad, piensan de aquel lado del orbe. Ellos esperan que aquellos que hoy ya no están continúen acompañándolos y, aunque se escuche quizás un poco ambicioso, guiándolos hacia buen puerto. Para dicha cultura, saberse parte de una familia en la que los vivos aún mantienen una conexión con los muertos resulta esencial.

En nuestro mismo continente, específicamente en el territorio que vio nacer dos de las civilizaciones más avanzadas de la antigüedad (mayas y aztecas), asistimos al espectáculo de la -inmensamente colorida- celebración de sus difuntos. Divorciándose de la sombría visión judeocristiana, Mexico nos recuerda que aquellos que hoy ya no están, un día nos acompañaron, razón de más para honrar su memoria y legado. Que a los ojos de un foráneo, los primeros días de noviembre en México parezcan más una fiesta que un tributo a los fallecidos, no es un error de percepción, ni de interpretación. Para los mexicanos, la tristeza de recordar a sus difuntos no riñe con la dicha que resulta de pensar que todos ellos, aún y cuando ya no se encuentran entre nosotros, habitan un mejor lugar.

Envejecer suele recordarte que la muerte es una realidad. Una cercana. Cada día que pasa, cada experiencia que vivimos, si lo pensamos con cuidado, es parte de una serie de actividades que un día ya no sucederá. La visita que hicimos a nuestros padres, por ejemplo, será una de las últimas que haremos, ya que un día ellos ya no estáran -y nosotros tampoco-. El café que nos ayudó hoy a recibir el día también, un día, no será preparado por nosotros. El viaje en avión, la fila que hicimos en algún banco, la vez que nos bañamos en el mar, las monedas que le ofrecimos a algún necesitado en la calle, un día, serán eventos que no volveremos a repetir, ya que no estaremos allí. Un día moriremos. Pasaremos al inventario de memorias de los que nos sobrevivan. Llegaremos a ese punto al que todo lo que está vivo tiende: el reino de lo inerte.
Yo realmente no se si este año sucedió algo particular, pero continúo asombrado por la cantidad de personas que murieron en las vidas de mis consultantes. Y no es que no sepa que mueren miles de personas a diario. Tampoco crean que no se que en la medida que uno envejece, las personas de nuestro mundo personal envejecen también, haciendo que nuestra propia vejez sea un recordatorio de que los otros, nuestros otros, también morirán. Es sólo que este 2023, dichas muertes sucedieron de un modo inesperado. Quiero decir que murieron personas cercanas a mis consultantes que ni siquiera presentaban algún quebranto de salud la última vez que ellos me visitaron.
Este año he recibido a muchas personas intentando encontrarle lógica a ese pasaje que parte de la vida y finaliza en el recuerdo por ese que hoy ya no está. El término «duelo» es el que corresponde en estos casos. Freud lo explicaba con facilidad: el recorrido que nos toma aceptar que alguien que gozaba de un lugar privilegiado para nosotros, no volverá a habitar el espacio en que hoy nos encontramos. Un largo recorrido. Un extenuante recorrido. Un molesto recorrido. Un recorrido. Un movimiento. Un desear movernos aún y cuando no contamos con la fuerza para ello. Un movernos a pesar de…
Pero no sólo ha sido impactante escuchar el dolor de sus relatos. Tanto como esto, o quizás aún más impresionante, es lo que consiguen al cabo de cierta cantidad de días (semanas en algunos casos, meses en otros), en términos de enseñanzas de vida. Tal parece como si estos duros golpes, de algún modo, nos llevan a otro nivel, nos dispensan una especie de despertar, al menos parcial. No me da miedo afirmar que la muerte de un ser querido nos empuja hacia una fase de mayor claridad, de mayor conocimiento. De sabiduría.
No son dos ni tres los consultantes que, al tomar cierta distancia respecto del doloroso acontecimiento, empiezan a construir una reflexión que, más o menos, queda plasmada en las siguientes palabras: «hoy, pensando en la ausencia de esa persona, caigo en cuenta de todas las cosas que pensaba importantes y en realidad no son«. Es la pérdida de un ser querido la que denuncia que, aquello a lo que solemos darle importancia, las más de las veces no la posee. Esta programación social que nos invita a perseguir lo irrelevante, a codiciar lo superficial, a desear aquello que igual no vendrá a resolver nada a nivel existencial, es cuestionada una vez despertamos al hecho de que, así como esa persona hoy ya no nos acompaña, así también un día nuestra vida acabará. Tendríamos que intentar vivir tanto como nos sea posible, ya que el cronómetro que marca lo que aún nos resta de existencia no se encuentra a la vista.
Nuestros muertos nos enseñan. Nos recuerdan, desde el más allá (sea lo que sea que eso signifique y sin apelar a ninguna creencia metafísica), que los que nos encontramos en el más acá podríamos estar malgastando nuestra vida, nuestro tiempo, nuestros recursos, nuestra atención. No me parece del todo ocioso preguntarnos si, en caso que la muerte nos asalte pronto, habrán valido la pena aquellos proyectos que -hoy- roban nuestra energía. A nadie le va a alcanzar la vida para hacer todo lo que desea, razón de más para detenernos y evaluar el rumbo elegido.
No tengo planeado morir, al menos, en las próximas dos décadas. Pero se que eso no es algo que pueda controlar. Trataré de disfrutar más de los que aún viven y, al mismo tiempo, me cercioraré de que a lo -y a los- que hoy dedico atención, sean merecedores de este recurso no renovable llamado vivir.
Allan Fernández, Máster en Psicoanálisis / Si querés sostener una consulta individual para profundizar en esto, podés contactarme a través de este enlace. También podes seguirme a través de Facebook, Instagram y/o visitar mi página profesional .