La soledad no es para todos

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Así es. Me tomó casi medio siglo comprenderlo. Como casi todo en la amplia gama de posibilidades de eso que gustamos llamar «lo humano», el enfrentarse a -con- la soledad puede sacar a relucir lo mejor o lo peor de cada uno de nosotros. Incluso, puede llegar a ponernos en contacto con nosotros mismos y en otro momento de nuestra vida motivar el total extravío.

Partamos de una realidad ampliamente sabida: los humanos somos animales gregarios. Requerimos -por cuestiones de diseño y ensamblaje- estar rodeados de especímenes de nuestro tipo. Aún y cuando Freud asegurase que estar rodeados de humanos será siempre una -posible- fuente de malestar, tal parece como si no nos quedara otra opción más que lidiar con los otros. Es que no somos osos, ni topos, ni perezosos, ni zorrillos, los cuales, aún compartiendo con nosotros el ser parte del universo de los mamíferos, pasan una buena parte de su vida en soledad. La soledad, para este tipo de mamíferos, es inherente a su existencia. En ellos, el acercarse a otros de su misma especie por lo general responde a dos improntas: aparearse o cuidar de su progenie… luego de aparearse. Una vez la cría alcanza el estado de madurez, los adultos los abandonan y continúan su camino. No es nada personal, ni despiadado… es instinto.

Pero con el mamífero humano, ¿qué con la soledad? De acuerdo a mi experiencia clínica, no muy bien, parece. La soledad se volvió señal inequívoca de fracaso (ya lo había desarrollado en esta otra publicación de mi otro blog). El -la- que no logra atraer a alguien a su vida, es visto como alguien que no cuenta con lo mínimo necesario para ser premiado con la compañía de un otro «homo consumens» -consumidor total- , como nos llamaba Erich Fromm. ¿Y para qué requerimos de alguien a la par nuestra? ¿Para aparearnos? Pareciera que no. Las tasas de natalidad en varias partes del orbe descienden peligrosamente. La sociedad mundial se envejece a un ritmo que podría no ser cubierto por una nueva camada de humanos, lo cual es preocupante.

Entonces, ¿por qué nos hace tan mal la soledad? ¿Por qué aquella persona que empieza a ser seducida con el suicidio, o aquella que siente que la no compañía le resta sentido a su existencia y/o incluso empieza a causar malfunciones fisiológicas (ataques de ansiedad, crisis de pánico), suele mencionar la soledad como un punto de inicio? Es una buena pregunta. Quizás, como bien plantea la colega Polly Young-Eisendrath, el hecho de aparecer en este mundo en pareja (madre más hijo) va a marcar el resto del camino, lo queramos o no.

El idioma inglés propone una separación que creo que el castellano no ofrece. Le estuve metiendo mente y no encontré esta diferenciación entre «solitude» y «loneliness». Según un diccionario que revisé, ambas significan soledad en nuestro idioma. Es una verdadera lástima, ya que no significan lo mismo. «Solitude restores body and mind. Loneliness depletes them» (Psychology Today). Déjenme intentar algo. Vamos a diferenciarlas: Soledad con mayúscula y sin mayúscula. La frase anterior sería algo así: La Soledad restaura tanto el cuerpo como la mente, la soledad daña -agota- ambas dimensiones. O, como encontré en otro momento del artículo antes utilizado: «la Soledad es algo que elegimos, la soledad es algo impuesto por los otros«.

He comprendido en estos últimos años que la soledad para algunos, más que gaveta de respuestas se convierte en cárcel mental. Hoy entiendo que el que algunos nos encontremos mejor habituados para «viajar» solos, no implica que todos debamos entregarnos sin más a la experiencia de la soledad. Es que, para algunos, la soledad no es más que una cruel re-actuación de otros momentos de su vida. Para muchas personas, la soledad nunca se convertirá en Soledad. Y es mejor aceptarlo.

Yo voy acá a inventar una categoría que no tengo nada desarrollada (y que ni siquiera podría asegurar que no se le pueda ocurrir a algún otro colega psicoanalista, en alguna otra parte del mundo, o de la historia), pero que me ayuda en términos clínicos: una erotización de la soledad o, si les parece demasiado fuerte, podemos llamarle una romantización de la soledad. Preliminarmente intento hacer referencia a ese nuevo discurso (en mucho promulgado por acólitos del orientalismo), que nos desea convencer que la soledad debemos dominarla, que nos tiene que gustar, que es el sitio en el que se encuentran las respuestas más trascendentales de la experiencia humana. Y, lo peor de todo, es que profesionales en salud, luciendo un total desconocimiento de la biología humana y quizás motivados por estos nuevos discursos «new age» que proliferan por doquier, tomaron la soledad como una prueba de iniciación. El homo sapiens que se ve bien en soledad es propuesto como una versión mejorada de ese otro que desea compartir su vida en pareja. Reificar la soledad puede traer consecuencias muy peligrosas.

La clave no se encuentra -necesariamente- en la soledad, sino en el autoconocimiento y la honestidad para con nosotros mismos. Aprendamos a no engañar-nos y poco a poco encontraremos modos más sanos de vivir este complejo juego llamado existencia humana.

Allan Fernández, Psicoanalista y Asesor Filosófico / Si queres sostener una consulta individual para profundizar en esto, podés contactarme a través de este enlace. También podes seguirme a través de Facebook, Instagram o suscribirte a mi boletín quincenal.

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