Manual cínico para ver «Nomadland»

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El cine tiene una función social. Quizás, sin ánimo de polemizar, tomó el sitio otrora ocupado por el teatro, en términos de accesibilidad al menos. Recuerden como Aristóteles en su «De la poética» nos presentó un análisis exquisito de las posibilidades psíquicas que la tragedia ofrece a los espectadores. Llevada al máximo nivel de simpleza, sintetizo una de sus ideas: el espectador, gracias al actor, experimenta emociones que le ayudan a liberarse. Al salir de la sala, creo que Aristóteles me permitiría decir algo así, salimos más livianos de como entramos.

La primera vez que vi Nomadland, lloré. No de tristeza… o quizás sí, no lo sé. Lloré de un modo liberador. Ver a Fern (Frances McDormand) me generó algo parecido a lo que sentís cuando te encontrás libros que vos podrías haber escrito: me tropecé con una «par». Me sentí menos solo, existencialmente hablando. Descubrí que lo que yo ando buscando no sólo yo lo ando buscando.

Para ingresar al sucinto análisis filosófico que quiero compartir con ustedes, me parece importante aclarar algo: los intríngulis sociopolíticoeconómicos que esta película presenta escapan al alcance de mi comentario. Es imposible no sentir compasión por lo que allí se presenta, no sólo en ella, sino en algunos de sus compañeros de trabajo. Tendría que ser uno un robot (uno muy arcaico) para no identificarse con una historia tan pesada y dramática. Mi interés no es presentar una apología de la desesperación (Kierkegaard prácticamente agotó ese tópico), ni me interesa ensalzar las mil y una complicaciones a las que se ven sometidas tantas personas en el mundo, causadas por este sistema que persigue cualquier cosa menos nuestro beneficio (gracias Freud por denunciarlo). Nada se aleja más de mi interés. Yo quiero hablar de la libertad, particularmente la existencial y esta película muestra -es sólo una opinión- un camino que todos podríamos tomar si soñamos con viajar de modo más liviano («light travelers»).

Cuando terminé de verla, luego de empañar algunas lágrimas, sentí que esto que acababa de ver se relacionaba con alguna postura filosófica de mi interés. Minutos después lo supe: Nomadland es una puesta en escena del estilo de vida cínico. Quizás algunos no lo sepan, pero el término «cínico», común y despectivamente utilizado en la actualidad, tiene una historia que merece ser recordada.

En una ciudad de lo que hoy conocemos como Turquía apareció un personaje obscenamente controversial de nombre Diógenes. Pasó a la historia del pensamiento como el fundador de la escuela cínica. El término griego «Kinikós» hacía referencia a «los del perro«. Se sabe que en la antigüedad, al menos de ese lado del mundo, pocas ofensas eran más detestables que ser llamado «perro». Diógenes, quien probablemente recibió dicho epíteto cientos de veces, abrazó el término y lo hizo suyo. Un cínico, un verdadero cínico, es aquel que trata de llevar la vida de un perro: libre, en contacto con sus instintos, haciendo de la naturaleza su hábitat, despreocupado por las convenciones sociales, el qué dirán y todo aquello que el vulgo conoce como «lo correcto». Vivir la vida de un cínico requiere adoptar un rol opuesto a las buenas costumbres. Ser políticamente correcto es la muerte del cinismo. El cínico va recorriendo su vida en conformidad con lo que considera le volverá un hombre virtuoso. No un hombre bueno, ya que los hombres buenos algunas veces lo son porque se los enseñaron, no por que lo eligieron. El cínico se coloca por encima del «bien». No es que quiera ser visto como «malo». Es que no le da mucho valor a esas categorías. Lo virtuoso es siempre virtuoso, sin importar el lugar en el que vivamos, los estudios que poseamos, el dinero que hayamos acumulado o el respeto recibido por parte de los prójimos. Nada de eso es muy valioso ya que la nacionalidad, el intelecto, las posesiones o el «yo» social siempre arrebatan grandes pedazos de nuestra libertad.

Diógenes es considerado por algunos un asceta, ya que vivía en un barril, no utilizaba calzado, solo tenía una túnica (de un material nada cómodo), un pequeño bolso en el que llevaba su cuenco y un bastón. Como única posesión no esencial, cargaba un farol, el cual nunca apagaba. Era común encontrarlo a plena luz del día caminando por las calles de su ciudad con el farol encendido. Ante la pregunta de por qué hacía eso si había suficiente luz, solía contestar: «mi farol continúa encendido porque aún no encuentro al verdadero hombre«. «Verdadero hombre» en este contexto hace referencia a alguien autoregulado, desprovisto de cadenas tales como las convenciones sociales o los buenos modales, alguien que persigue lo que considera digno de ser perseguido, sin importar si los otros lo validan o no. Tanto la imagen de Diógenes, así como la de Fern me recuerdan la carta 0 del Tarot, a saber, «El Loco» (en el universo del Tarot este personaje es visto como un loco precisamente porque ya no responde al qué dirán, se desinteresó de lo que le interesa a la masa y sólo se interesa por lo que él considera interesante).

De Diógenes podría compartir decenas de muy valiosas reflexiones (algunas incluso difíciles de digerir), pero esto no está pensado como clase de filosofía. Me interesa mucho más rescatar tres elementos de Nomadland, a saber:

  • Fern podría generar tristeza ya que erróneamente se corre el riesgo de asumir que ella no es feliz con lo que es y con lo -poco- que posee. Ella vive en su «Vanguard» (bellísimo nombre) y su incomodidad no parece valer más que su sensación de libertad. Ella va por la carretera libre. Es ella misma la que nos explica la diferencia entre no tener casa y no tener hogar. Vean el morral de El Loco o imaginen el de Diógenes: allí les cabe todo lo que necesitan. Se liberaron. Son seres superiores, cargan menos, por ende, tienen menos que cuidar.
  • el momento en que la historia nos hace soñar con una pareja para Fern. No deseo ser «spoiler», pero recordarán este momento cuando lo vean.
  • Fern trabaja para vivir, no a la inversa. ¡¡¡Que maravillosa lección!!! Trabajar es un medio, nunca un fin. La vida, en caso de tener sentido, es poco probable que se circunscriba a una actividad por la que recibimos una compensación monetaria. Trabajar para consumir cientos de cosas que no necesitamos. Bien por el sistema. No tan bien por todos nosotros.

Gracias Nomadland, gracias Diógenes. De ambos tenemos mucho que aprender. ¿Estamos listos para recibir la lección y, mucho más importante aún, tomar las decisiones pertinentes? Mantengamos nuestro farol encendido y dirijámoslo hacia nuestro interior. Allí está eso que andamos buscando.

Allan Fernández, orientador filosófico / Podés seguirme a través de Instagram y Facebook o suscribirte a mi boletín semanal.