Sobre el suicidio

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Permítanme partir de una obviedad: para decidir quitarse la vida tenés que estar viviendo algo francamente infernal. No tendría sentido que alguien que esté relativamente satisfecho con su existencia y logros, ilusionado con sus proyectos y metas, vaya a sopesar la posibilidad de dar cese a todo esto que le sucede. No pretendo ofender a nadie. A todos nos resulta desgarrador escuchar a algún familiar de una persona, lo suficientemente harta de vivir como para quitarse la vida, declarando: «era una persona feliz, rodeada de amor«. Eso, psicológicamente, no tiene sentido alguno. No estoy negando que fuera una persona amada por otros. Es solo que cabe la posibilidad de que esos modos de expresar amor no fueran claros para el hoy difunto. Es que el amor termina siendo uno el que lo experimenta… o no.

Déjenme compartir una anécdota de mis primeros años como profesional. Al haberme especializado inicialmente en atención a personas con problemas de drogadicción, tuve la posibilidad de aprender algo, desgarrador tanto como valioso: a algunas personas su vida no les gusta. No le encuentran sentido. No entienden cuál es el propósito de mantenerse vivos. De lo anterior no se desprende que les atraiga la muerte (con todo y lo seductora que podría resultar, máxime al no tener la menor idea de lo que esconde). No es, entonces el atractivo por la muerte. Es lo poco atractivo que resulta vivir (nota: quizás tendríamos que ser honestos y confesar que para todos, en varios momentos de nuestro transitar, hay momentos donde todo pierde sentido).

Yo se que muchas personas piensan: «¿pero cómo? Fulanito era gerente. Fulanita era mamá de unos chiquitos lindísimos. Menganito provenía de una familia de mucho abolengo. Sultanita pasaba viajando«. Sin embargo, nada de eso es suficiente para algunas personas. ¿Doloroso? ¿Enigmático? Sin duda, pero así es.

No son pocas las veces que escucho a alguien intentando comprender el por qué de su tristeza. Este estado, natural tanto como la alegría o el enamoramiento, en algunas personas parece ser su estado normal. Cuentan con una tristeza perenne, inherente. Sentirse tristes es lo usual. Y es que la tristeza duele, todos lo sabemos. El gran pensador Spinoza aseguraba que la tristeza es la experiencia de sentirse menos. Así que, algunas de estas personas, cansadas de batallar con sus malestares, quizás no fueron correctamente acompañados a buscar un por qué a su desazón existencial. Confiaron más en la farmacología que en su -reducido- deseo de vivir. Decidieron dejar de intentarlo. Olvidaron el por qué reír. Vieron cómo sus sueños tampoco tenían ya fuerza para seguir luchando. Ahora, considero oportuno aclarar algo en este momento: no satanizo el uso de psicofármacos, aún y cuando siento que muchas veces se les pide mucho más de lo que pueden dar. Pienso que el recurso farmacológico, en una situación de crisis aguda, puede venir en ayuda de ese que siente no poder con su existencia. Con lo que no estaré de acuerdo es con el uso indiscriminado de fármacos, los cuales podrían generar problemas colaterales (la dependencia a los mismos, por citar un escenario).

El estigma de la locura no termina de desvanecerse en sociedades como la nuestra. Existen cientos de familias a las que les resulta vergonzoso contar con algún miembro emocionalmente desequilibrado. Tratan de esconderlo. Lo esconden en su casa, en algún hospital, en su finca, en el exterior. Lo esconden detrás de los fármacos. Pareciera darles pena. Incluso, parecieran culparlo por su desbalance. «Solo eso nos faltaba en la familia«, habrán dicho cientos de personas. «Tras de todo ahora nos toca el depresivo. El loco de la familia. La histérica. El bipolar«.

El problema es este: cuando hacemos caso omiso de señales de desequilibrio emocional en alguno de los miembros de nuestra familia, pecamos de negligentes. No se necesita asistir 5 años a la facultad de psicología para poder discernir cuando un estado de tristeza ha tomado más tiempo del normal. Y no estoy culpando a las familias de personas que se hayan quitado la vida. Estoy alertando a las que aún no son parte de dicha estadística.

En esta sociedad aún tan influenciada por el mito judeocristiano, considerar el suicidio un pecado capital no soluciona en nada el problema. Cuando tu vida no parece tener sentido, poco te va a importar «caer en pecado«. Instaurar culpa, en situaciones tan dramáticas, evidentemente no genera ninguna solución. Si en las familias gastásemos menos tiempo asustando/neurotizando con el pecado, el diablo y el infierno y lo invirtiéramos en conversar, en preguntarle a nuestros seres queridos cómo se sienten, qué requieren de nosotros, como podríamos ayudarlos, les aseguro que menos personas elegirían el suicidio como vía de escape.

Allan Fernández, Psicoanalista y Asesor Filosófico / Si queres sostener una consulta individual para profundizar en esto, podés contactarme a través de este enlace. También podes seguirme a través de Facebook, Instagram o suscribirte a mi boletín quincenal.