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Hoy, más que nunca en la historia, podemos afirmar categóricamente que somos una imagen. Una imagen que, como era de esperarse, busca ser vista, notada, apreciada y, si se puede, valorada. Cuando alguien dirige su mirada hacia dicha imagen, una sensación de tranquilidad nos invade: somos. Existimos. «Soy visto, por ende, existo».
La mirada de los otros nos da forma, nos contiene, nos contornea, nos distingue del resto. De no ser así, seríamos fantasmas. Andaríamos por ahí sin ser vistos, sin ser notados. Y, por consiguiente, dudaríamos constantemente de nosotros mismos. Dudaríamos de nuestras cualidades, de nuestra apariencia, de lo logrado, de nuestro ser… de nuestra existencia misma. Es gracias a los otros -y sus miradas- que resolvemos aquella pregunta que impulsó eso que hoy llamamos filosofía: ¿quién soy?. El problema, ya lo habrán notado es que, al no saber quiénes somos, no nos queda más que aceptar aquello que los otros creen que somos. Soy… lo que el otro diga. Es casi como si yo fuera una creación del otro. El otro, al verme, me inventa, me diseña, me estructura.
Le debemos al psicoanálisis una de las explicaciones más sofisticadas cuando de intentar comprender el surgimiento de una psique se trata. El cachorro humano, puesto en manos de otros seres humanos (emparentados consanguíneamente… o no), iniciará un largo recorrido que lo llevará, si todo sale bien, a un punto en el que se sabrá un ser individual. Pasamos de ser una parte de alguien (gestación) a ser un ser. Uno en potencia, al menos. Tendremos que ir viviendo experiencias, aprendizajes, traumas, desencuentros, alegrías y accidentes, con el único propósito de convertirnos en alguien. Provenimos de un otro (la madre) y terminamos en el mundo de los otros (familiares, escuela, barrio, sociedad, cultura, país, religión, afiliación política, género, etc.). El problema, como bien denunció Sartre es, que «el infierno son los otros«.
Y, se preguntarán ustedes, «¿por qué son el infierno?». Bueno, en parte porque los otros por lo general desean que nosotros deseemos lo que ellos piensan que deberíamos desear (parece un trabalenguas, yo se). Puesto en coloquial: nos iremos topando gente, a lo largo de nuestras vidas, que alberga la loca creencia de que son ellos los que, no me pregunten cómo, descubrieron lo que a nosotros nos conviene. ¿Ejemplos de agrupaciones con semejantes «certezas»? Ya mencioné algunas: la familia, la educación, la sociedad, el sistema, la cultura, las religiones, las psicologías, las agrupaciones políticas, los estados, etc. Y, ¿por qué infernal? Porque a semejanza del mito cristiano, parece no haber escapatoria de dicha programación.
Pensaba Freud que, a nivel psíquico, nacer rodeado de humanos generará en nuestro interior algo que él llamó «el ideal del yo». Para no ponerme sofisticado, que de nada sirve, podríamos entender dicho concepto como eso que nos han enseñado a desear, a perseguir, a anhelar. Nadie se salvó de esto, ya que dicha programación inicia mucho antes de nacer. Me pongo de ejemplo: cuando en la sala de ultrasonidos nos dieron la noticia que seríamos padres de una niña, en más o menos 1.5 segundos, le diseñé a mi hija su vida completa -y mi esposa también, aún y cuando en algunos puntos no se parezcan nuestros diseños-. Le elegimos nombre, vecinos, escuela, programas de televisión, gustos culinarios, código de vestimenta, países por conocer, idiomas por aprender. Yo llegué al colmo de elegir-le un par de carreras que me parecían interesantes. Mi hija, justo al salir del cuerpo de mi esposa, ya tenía un «traje» a su medida, tejido por mi esposa y su budismo y yo y mi escepticismo. Yo quería que ella amara la música (preferiblemente los géneros que yo amo) y mi esposa soñaba con que sintiera una inclinación hacia el arte, la creatividad y el diseño. Como podrán ver, aún y cuando «motivados» por un deseo de que ella llegue a ser feliz, nos adelantamos a su deseo. No le preguntamos qué desea ella hacer con su vida. Ni siquiera le preguntamos si le interesa ser feliz…
Todo ese ruido ambiental, formado por el deseo de los otros (padres, abuelos, teachers), se instala en nuestras mentes, configurando ese ideal del que Freud hablaba (puntos extra de ruido infernal si crecimos en ambientes religiosamente represivos e intimidantes). De semejante bombardeo sistemático, lo que se crea es una especie de versión nuestra mental amplificada. En mi caso sería un Allan sin los cientos de defectos de Allan. Un Allan más disciplinado, más atento, más cariñoso, más creyente (o algo creyente, al menos), mejor ciudadano, mejor esposo, mejor padre, mejor escritor, mejor hermano, menos interesado en pasar viendo deportes mañana, tarde y noche, más cuidadoso con su alimentación y su actividad física, más frugal con sus finanzas, mejor conductor automovilístico, más compasivo, menos sarcástico, mejor hijo, nada tatuado, etc. Sé que ya captaron la imagen y sí, pueden ustedes acompañarme a decirlo en voz alta. En definitiva, un Allan que no existe, no existió y muy seguramente no existirá.
«Diay doc!«, me interpelará alguien. «¿Pero y el crecimiento y la transformación y todo eso de lo que pasan hablando psicólogos, coaches y motivadores, dónde queda?«. Bueno, lo que podría decir por el momento son 2 cosas:
- el primer movimiento hacia el cambio es la aceptación de las condiciones actuales y
- El Allan ideal, al ser un personaje ficticio de mi mente, por definición no tiene sentido tomarlo como un referente real (sí, yo no creo en visualizaciones).
11 de cada 10 consultantes, en algún momento de sus procesos, eligen como tema de trabajo clínico esa sensación de no ser suficientes. El famoso «síndrome del impostor» del que hoy en día todos hablan (el cual no es una categoría diagnóstica aceptada, valga aclarar). Pues bien, les tengo una muy buena noticia: nunca serán quienes otros soñaron que ustedes sean, así que podrían invertir menos energía en perseguir un personaje imaginario y más en intentar convertirse en quienes ustedes realmente son. En todo caso, y ya lo habrán descubierto, no importa qué tanto se asemejen a ese personaje, la sensación de insatisfacción se encuentra siempre presente (Freud también descubrió por qué, otro día les cuento).
El objetivo de un ser humano no tendría que ser volverse su ideal (insisto, no van a poder). Sería más sano aprender a aceptarnos, tratarnos con mayor amabilidad, con más humanidad y perseguir aquello que consideremos valioso, estén o no de acuerdo los otros, que como recordarán, en el fondo, aún sin quererlo, se pueden convertir en nuestro infierno personal. ¿No me creen? Pregúntenle al hijo ejemplar de cada familia (en todas hay uno). Ese pobre tipo hizo felices a todos… excepto a él mismo.
Yo no soy de dar consejos, pero voy a compartirles un tip personal: aún si no se sienten merecedores de lo que les sucede, hagan lo que yo hago, a saber, aprovechen sus oportunidades, aunque no las merezcan. Sería mucho más neurótico desaprovecharlas sólo por no considerarnos merecedores.
P.D.: hace muchos años dejé de mencionarle a mi hija cuáles carreras me parecían interesantes…
Allan Fernández, Psicoanalista y Asesor Filosófico / Si querés sostener una consulta individual para profundizar en esto, podés contactarme a través de este enlace. También podes seguirme a través de Facebook, Instagram y/o visitar mi página profesional.