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Para las filosofías, casi cualquier tema complejo del Homo Sapiens se vuelve interesante, pertinente. Se convierten en lo que llamamos objetos filosóficos. Existen miles de ellos. Algunos han gozado de mayor interés por parte de diversos autores a lo largo de la historia. Otros, no tanto. ¿Ejemplos? Mente, energía, amor, universo, sociedad, muerte, Dios, deseo, placer, vida, moral, etc. Como podrán ver, todos nos interpelan, de un modo u otro. La filosofía tiene que ver con usted y conmigo, con lo que nos sucede y con lo que no nos sucede, con lo que comprendemos y con lo que aún no comprendemos. Es una brújula, un mapa, una hoja de ruta, una compañía.
Por razones que he explicado en múltiples ocasiones, lo relacionado con el amor, con las relaciones, con el universo de la pareja se convirtió, desde hace mas de una década, en un tema psicológica, científica y filosóficamente interesante para mí (incluso llegué a alimentar semanalmente un espacio para el diario La Nación, llamado «Enredos Amorosos«). Tanto se ha escrito sobre esto, que quizás debamos iniciar con una confesión: no sabemos mucho al respecto. Una palabra como «amor» puede significar cientos de cosas (también puede no significar nada). Lo mismo sucede con términos como «compromiso», «fidelidad», «erotismo», «convivencia», «noviazgo», etc. El mismo doctor Freud, al que le interesaban algunos de estos temas, llegó a confesar que sobre el amor sería mejor dejar que sean los poetas y literatos los que sigan ocupándose de tan resbaloso tópico. Yo, una vez más, no le hice caso.
No es tan fácil encontrarse filósofos interesados en el universo del matrimonio (sea lo que sea que ese universo implique). Yo, investigando sobre un tópico no muy relacionado, me tropecé con el doctor André Comte-Sponville y su obra. Un tropiezo inmensamente dichoso. Su escritura, su profundidad y su capacidad de llevar ideas de alto vuelo a los espacios más cotidianos, sin duda lo convierten en uno de los autores que mas me ha impresionado (y por ende influenciado) en los últimos tiempos.

Comte se atreve a asegurar que las relaciones pasan por etapas. «¿Y por qué sería eso un atrevimiento?«, se preguntarán ustedes. Bueno, es que para él dichas fases tienen un orden lógico. En esto de las relaciones (sobre todo las que aspiran a consolidarse como matrimonios), el orden de los factores SÍ afecta el producto. Las fases son 3: la primera tiene que ver con lo erótico, con lo irracional, con lo instintual. La segunda con lo filial, la tercera con la abolición del egoísmo.
No deseo que esto se vuelva kilométrico, así que hoy me voy a concentrar en la segunda etapa. En otro momento volveré a las otras dos etapas.
El «amor a primera vista», según mi opinión, nunca ha existido, no existe y no existirá. ¿Por qué? Porque según mi definición de «amor», el nivel de conocimiento del otro (y de sí mismo) requerido para permitirse amar y ser amado es tal, que resulta materialmente imposible que se geste en las primeras semanas de cortejo. La primera fase, entonces, tiene que ver con lo que acertadamente Freud llamaba una especie de «intoxicación». Sentir enamoramiento (favor no confundir con amor) es estar intoxicado, no tanto por el otro, sino por las fantasías y anhelos que todos cargamos. El otro del enamoramiento no es una persona. Es un ideal. Es alguien que no existe. No, perdón. Es alguien que existe… en nuestro inconsciente.
Sin embargo, nos desanime o no, esa fase acabará. Comte-Sponville es mucho más optimista que yo, ya que él piensa que de algún modo por ahí queda un saldo de esto, que luego se confundirá con otros estados. Yo no voy a hacer de esto una discusión, así que solo diré que por cuestiones biológicas (evolutivas, químico-eléctricas, hormonales), ese arrebato pulsional no puede sostenerse. Sin embargo, siéntanse ustedes en total libertad de afiliarse a la tesis de Comte. Sus argumentos son muy interesantes, muy sugerentes. Es sólo que la clínica me ha demostrado que no en todos los casos ese «resto» sobrevive al paso del tiempo y la rutina. Recuerden: Comte-Sponville es un filósofo. Yo, un psicoterapeuta.
La segunda etapa, la de la amistad marital, en realidad Comte la toma de un pensador francés tremendamente importante, un verdadero clásico: Michel de Montaigne. En su obra más laureada («Ensayos»), Montaigne intenta explicar el lugar que la amistad detenta en el espacio de las relaciones (las mas consolidadas).

Amistad marital. Algo que no surge por casualidad. Una especie de vínculo que sólo se asoma si cada uno de los dos miembros logra relacionarse con su pareja, no ya con su ideal (tema sobre el que ya escribí: «el buen matrimonio«). Para este estado, lo libidinal ya no es tan importante. Es otro material el que los liga, a saber: la amistad. La pareja consolidada logra comportarse y ver al otro como un amigo. No cualquier amigo. Lo -la- concibe como SU amig@. Y como amigos, respetan un código y unas reglas -implícitas por lo general- que buscan conciliar el espacio compartido y, gracias a esto, crear un hábitat de seguridad. Uno en el que no es necesario mantenerse alerta. Es que de los amigos no esperamos agresividad. Esperamos comprensión, cariño, honestidad.
Las amistades, las robustas, habrán notado que no se gestan en dos o tres días. De hecho, los que hoy consideramos nuestros grandes amigos quizás ni siquiera nos interesaban mucho al inicio de dichas relaciones. Es que una amistad es un verdadero ejercicio de paciencia, de calma, de complicidad, de argumentos y de silencios. Tal como las relaciones -amorosas- que sobreviven al paso del tiempo y la monotonía propias de cualquier vínculo humano.
Comte-Sponville lo presenta de un modo maravilloso -no muy romántico y por eso tremendamente valioso-: una pareja que ha logrado construirse sobre la base de la amistad marital es aquella en la «cual cada una de las partes conoce a la otra muy bien, ¡y aún así la quiere!«. Estamos en presencia del verdadero amor: ese en el que se ama «la verdad del otro». El otro de la primera fase es un holograma, una proyección, algo irreal. El de esta segunda fase es una persona, con sus defectos y virtudes (con sus «filias y sus fobias», como bien llama Fito Páez), alguien real, alguien de verdad. Es alguien en quien puedo confiar. Alguien que en los inicios de la relación me gustaba muchísimo, pero no conocía. Es alguien que ya no despierta aquellos arrebatos de las primeras salidas. Alguien que me permite alcanzar el estado de tranquilidad… o al menos no interrumpe dicha búsqueda.
Para la primera fase lo inesperado era la norma. Todo se vivía de modo sorpresivo (recuerden, en esos momentos no sabemos quién es el otro, de ahí que todo se sienta inédito). Para esta segunda fase, la costumbre es mucho más fuerte que la sorpresa. Lo cotidiano venció lo inesperado. Pero no todo está perdido, no dejemos que la desesperanza se apodere de nosotros, ya que, como bien asegura Comte-Sponville: «la costumbre también tiene su atractivo, sus delicias, sus variaciones, sus innovaciones«. «Me he dado cuenta que estar casado no es algo tan emocionante«, confesó alguna vez alguien en mi consultorio. «No, no lo es y no podés pedirle a un proyecto que busca establecerse que además te aporte sensaciones de aventura«. Es que lo imprevisto, al menos para este que escribe, es justo lo opuesto a lo solidificado. El que desee vivir en un continuo de emociones y sorpresas está condenado a continuar en soltería (es sólo mi opinión).
Así como ya descubrimos que nuestros queridos amigos poseen rasgos que no nos encantan y aún así aceptamos (y podemos apostar que nuestros amigos piensan lo mismo de nosotros), justo por el bien de la amistad y el valor que le otorgamos a la historia compartida, así también para la amistad marital cada uno ya descubrió que «ninguno de los dos tiene lo que esperaba«. El otro de la relación siempre está a alguna distancia. Algunas veces más cerca, en otras ocasiones más distante. Lo que hace que sintamos esa seguridad es que hemos logrado comprender que dicha presencia nos hace bien, aunque ya no posea el ímpetu del enamoramiento.
Diría, intentando sintetizar lo hasta ahora expuesto, que una relación alcanza el grado de amistad marital cuando finalmente podés descansar sabiendo que en el otro no existe el deseo consciente de dañarte. «Consciente», leyeron bien, ya que los que confiamos en el psicoanálisis, contamos con suficientes pruebas que nos demuestran como, nuestros lados oscuros, algunas veces nos inducen a hacer cosas que quizás, mejor reflexionadas, no habríamos hecho -lo cual en nada nos exime de nuestra responsabilidad como actores-. Es igual que con nuestras amistades: no es que no podamos dañar o ser dañados por nuestros amigos. Es sólo que ese no es el plan de la amistad, sino todo lo contrario. La amistad es un espacio de seguridad y así tendría que sentirse una relación consolidada.
Pues bien, los dejo para que reflexionen sobre todo esto, sea que estén en pareja, sea que deseen estar en una, sea que se hayan prometido nunca volver a intentarlo (esa promesa puede que se rompa… o no). Lo de «marital» no tenemos que tomarlo tan literal. Toda relación humana tendría que estar marcada por lo amistoso (las familiares, las profesionales, las sociales y sin duda las amorosas). Yo, al estar casado, puse especial atención en esta propuesta filosófica. Ustedes no tienen por qué interesarse en el matrimonio, pero algo me dice que, si llegaron hasta acá, ya se han preguntado cómo ser parte de una relación sana, una que no cause malestares innecesarios, una en la que podamos habitar ese espacio compartido sin estar siempre en modo ya sea alerta y/o defensivo.
Allan Fernández, Máster en Psicoanálisis / Si querés sostener una consulta individual para profundizar en esto, podés contactarme a través de este enlace. También podes seguirme a través de Facebook, Instagram y/o visitar mi página profesional.
Para este -no tan- breve ensayo me apoyé en el texto «Ni el sexo ni la muerte«, del dr. Comte-Sponville, publicado en el 2012.
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