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Había una vez una sociedad en que aquellos que la conformaban no se sentían conformes. Buscaban, buscaban y buscaban pero no encontraban aquello que andaban buscando.
Poseían un rasgo particular, uno que los definía y aún así intentaban maquillar: sentían miedo, mucho miedo. Les daba miedo prácticamente todo: no agradar, no ser amados, no poder cambiar el mundo, no conseguir reconocimiento, no iluminarse, no conocer todos los rincones del mundo, no contar con la tecnología de punta… no ser recordados.
La soledad, para este grupo de personas, se presentaba como el peor de los males. Nada se veía peor en su curriculum vitae existencial que el asumir que no contaban con alguien que les acompañara. Y aquí, la mezcla entre miedo y soledad los abalanzaba a tomar decisiones que, las más de las veces, mas que soluciones terminaban siendo problemas… con los cuales nutrir su arsenal de miedos, algunos comprensibles… otros totalmente irracionales.
Debido a la poca instrucción que recibieron en lo relativo al valor del ocio, se sienten impelidos a hacer y hacer y hacer. Más que personas parecen partes de una gran maquinaria. La sola idea de hacer «nada» los sume en un estado de total descontrol. Aunado a esto aparece otro de sus miedos base: temen no lograr algo que realmente cambie la historia del sistema al que pertenecen. Y al ir por el mundo tan llenos de actividades, no terminan de darse cuenta que el sistema no quiere cambiar. Su acrecentada extroversión les juega una muy mala pasada: quieren cambiar el entorno. Sienten el deber de asegurarse un espacio en ese Olimpo en el que solo se encuentran los héroes, los subversivos, los genios. Invierten (yo algunas veces pienso que en realidad están malgastando) toda su energía en la escena en la que se encuentran y, gracias a esto, agotan toda posibilidad de observar su interior.
El aburrimiento lo consideran señal inequívoca de que su vida no tiene sentido. Es que, por un macabro impulso (no muy) evolutivo, vieron sus cerebros transformados en un aparato que solo reacciona al placer. Se convirtió este en el único insumo que los hace reaccionar. No será casual que un buen número de ellos desarrolle extrañas adicciones. El sistema lo quiere así. Un cerebro que solo se activa con gratificaciones, pasa del placer a la frustración en segundos, de ahí que el individuo se sienta obligado a recurrir de nuevo a aquello que, por un breve momento, afectó su química interna, produciéndole una especie de bienestar. Efímero, claro está.
Hablando de química, viven en un mundo en que, un grupo de voraces corporaciones descubrieron que la capacidad de estos seres para lidiar con los infortunios propios de la existencia es prácticamente nula. Los diseñaron para ser felices a toda costa. Sueñan con alcanzar un estado en el que el malestar sea desterrado de una vez por todas de sus vidas. No les gusta la tristeza, la consideran un error, un fallo en su sistema operativo. ¿Solución? Ofrecerles vías para obviar la realidad. Algunas las buscan clandestinamente. Otras requieren del acceso al sistema de «salud». Que nadie ose mostrarse triste. Ese será considerado un fracasado. La nueva ingeniería social no acepta emociones más que las placenteras.
Este grupo de personas demostraron algo que veníamos obviando desde hacía mucho tiempo: socializar toma mucha energía. Es que implica un riesgo: el de mostrarnos tal cuál somos -nos sentimos- en un momento dado. La interfase solucionó este bache evolutivo. Ya nadie tiene que exponerse. Hoy en día podemos reinventarnos tantas veces como lo deseemos. Mostraremos únicamente lo que consideramos deseable o normal. Todo lo demás podrá ser editado. Aunque no lo crean, todo lo relativo a la esencia pasó de moda. Basta con aparentar, con jugar un rol, con actuar un papel. Somos… una imagen. No más que eso. Todo lo que no capture la atención de los otros resulta innecesario y presto a ser ocultado.
Pero todo sistema cuenta con sus «bugs», con sus pequeños errores de programación. Estos seres que hoy describo no son felices. Muy por el contrario, han hecho de la ansiedad y el pánico su estado habitual. Por favor no olviden cómo empezó este «cuento»: «en el inicio«, parafraseando un texto muy famoso entre los creyentes, «fue el miedo«.
Yo logré entender su lógica y la quiero compartir con ustedes:
- estas personas no quieren ser felices, quieren que las vean felices
- no quieren viajar, quieren que las vean viajando
- no quieren amar, quieren que las vean siendo amadas por alguien más
- no quieren graduarse, quieren que los vean graduándose.
Pero en realidad, todo lo anterior no es más que un modo, una moda quizás. Una macabra. Un sueño compartido. Cada día me encuentro con más personas que lograron, gracias a su deseo y constancia, alcanzar un estado de despertar. No les ha sido fácil: son tomados por locos, por inadaptados. Pero seamos honestos, ¿quién, en su sano juicio, querría ser parte de lo que acabo de describir?
Allan Fernández, Orientador filosófico, investigador y terapeuta / Podés seguirme a través de Instagram, Facebook , suscribirte a “Rumiaciones“ (mi boletín quincenal) y/o visitar mi página profesional.
Es gracioso que al final del día, todo está en la mente, hay gente que encuentra su verdadera felicidad en la soledad, no teniendo que enfrentar ambientes «comunes» tóxicos, y encontrando paz. Aunque por otro lado una buena parte de los que se ocultan detrás de las pantallas, se pueden describir tal como lo explicas acá.
Me parece muy buen artículo, aunque generalizando hacia una generación «nueva» que busca adaptarse a través de la tecnología, habrá que ver de qué manera se enfrentaban todos estos problemas antes de la tecnología, porque dudo que no existieran.
Sin duda Diana, los problemas mentales no son nuevos. Los disparadores de dichos problemas quizás sí. Gracias por comentar.