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El existencialismo colocó un énfasis particular en la muerte en tanto acto. Según Sartre -opinión que me sería imposible de compartir- la vida, al no ser un regalo otorgado por ningún ser sobrenatural -en eso sí estoy de acuerdo-, es enteramente mía y con ella puedo hacer lo que me plazca. ¿Por qué no estoy de acuerdo con el pensador francés? Si centramos la ética en tanto columna vertebral de aquel que desea vivir filosóficamente, tenemos que aceptar que todo acto conlleva una consecuencia (¿karma?). Entonces, con solo acercarnos a la reflexión sartreana podríamos preguntarnos lo siguiente: MI muerte, ¿es realmente mía? Quiero decir, al perder la vida, ¿qué sucede con los que «viven» mi muerte?
El tema es delicado, lo se bien. Entre todas las razones por las que decidí internarme en tan peliagudo ámbito no aparece, por ningún lado, el deseo de hacer sentir culpable al que ha pensado, en términos existenciales, en la muerte como solución. Si lo recuerdan, ya me había referido al suicidio en otro momento, así que no encuentro necesario citarme. Además, si lo observan bien, hoy vine a hablar sobre la muerte. No sobre el suicidio.
No concibo la muerte como ese oscuro y frío final. Tengo un solo argumento: nunca he muerto. No tengo idea si es predecible, cómo se siente, cuánto dura, de qué color se ven las cosas, dónde cae uno luego, etc. Entonces, todo lo que pueda decir sobre la muerte no es más que especulación. Igual que todos aquellos a los que, al igual que yo, tampoco les ha sucedido. Si nos ponemos exóticos encontramos personas que dicen que murieron varias veces, pero a mí me cuesta trabajo creerles. No digo que estén mintiendo. Solo me cuesta creerles.
Quizás por mi profesión, quizás por lo que he estudiado, quizás por lo que he vivido, he tenido que vérmelas con la muerte. Mi trabajo me enfrenta a ella constantemente. Y no me refiero a los que consultan, a esos que, cansados, dejan de encontrarle sentido a la vida -tema sobre el que también ya escribí-. Me refiero a otro tipo de muerte. Vamos a llamarle hoy, para no hacer esto muy denso, las muertes simbólicas.
Este tipo de muerte es mucho más fácil de encontrar socialmente, incluso más que el suicidio. Aquel que murió simbólicamente continúa vivo, pero está muriendo. Alguien me interpela: «todos estamos muriendo«. En efecto. La diferencia es que algunos estamos, mientras llega la muerte, viviendo. Otros parece que ya se entregaron al fatal desenlace. Diría que, a falta de claridad existencial, les da lo mismo la muerte que la vida. Aún respiran, trabajan, establecen relaciones, adquieren objetos, pero sin ninguna motivación particular. Están siguiendo un mandato social: nacer, crecer, multiplicarse y morir.
Todos los conocemos. Allí donde tendríamos que encontrar ilusión tropezamos con desidia. En el espacio donde surge el deseo, no aparece más que apatía. En los momentos en que la pasión debería conducirlos, parecen ser llevados por la inercia. Se levantan, asisten a sus actividades y se acuestan. Cinco o seis días por semana. El sétimo día, quizás por influencia del rito judeocristiano, descansan. Pero en su descanso, más que ganas de retomar al día siguiente, lo que experimentan es hartazgo. Quizás por eso consumen drogas y alcohol. Quizás por eso se entretienen con infidelidades (micro y macro). Quizás por eso conducen a alta velocidad. Se ven vivos… se ven.
En esta sociedad repleta de zombies, en la que «creer» se volvió innecesario, debemos empezar a creer… en nosotros mismos, en nuestra fuerza, en nuestros instintos, en nuestras metas. Sí, vendrán días -semanas, temporadas completas- difíciles. Es parte de la experiencia. «No podemos tenerlas todas maduras y en el suelo«, como dice mi papá.
Somos responsables de encontrar aquello que nos motive. No podemos seguir esperando que alguien -algo- venga a motivarnos. No somos niños. Nos toca a nosotros. Y como suelo decir en consulta… urge.
Allan Fernández, Psicólogo Clínico y moderador de la comunidad virtual Dimensión Psiconáutica / Podés seguirme a través de Facebook o visitar mi Otro blog